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SICURIS BARRIO MAÑAZO

Volvo Montesinos: El Danzarín Superestelar de Mañazo.

Texto: Los Andes - Christian Reynoso publicado en la revista N 2 de los Sicuris de Mañazo.

Puno

No era raro que al verle unos se asustaran y otros se alegraran. Para quienes no lo conocían les sucedía lo primero, para quienes sí, lo segundo. Sin embargo, ¿quién no conocía al Volvo Montesinos?, o al menos había escuchado hablar de él. Y es que, el famoso Volvo (Puno, 1952-1997), fue el más conocido danzarín de los sicuris del barrio Mañazo cada vez que llegaba febrero y discurría la festividad de la Candelaria. Su habitual traje de China diabla, con el mantón, la pollera y la carterita, lo convirtió en un elegante fantoche que hizo de su maravilloso danzar la expresión de ser único en su especie: la de aquellos hombres que aman y viven intensamente hasta las últimas consecuencias.
—¡Puno!, ¡Mañazo! —gritaba el Volvo, a media calle, cuando el inconsciente mareado de la emoción se lo dictaba, quedando en los oídos de quienes lo escuchaban, aquel vozarrón, aguardentoso de su voz, condensado del tufillo, sereno, dulce y embriagador del licor, color de melón.
Atrás de él iba Tufo, su perro pekinés cruzado con chusco. ¿Acaso su ángel guardián?, quien esperaba el retorno del amo a la realidad, el aterrizaje del vuelo, para seguir con el paseo diario por las calles puneñas de la periferia. El vaivén de su espiritual y amical conversación los unía en una sola fuerza: Hombre-animal, locura-instinto, explosivo cabello amarillo rizado-suave piel café, diente carnívoro-hueso de casa… era el Volvo Montesinos y su perro Tufo.
Fue bautizado como Freddie Augusto Montesinos Rosado pero su cara y nariz colorada que fue perfilando a lo largo de su niñez como una señal circunspecta del buen humor que lo caracterizaba hizo que lo llamaran Tomasito. ¿El nombre de algún payaso divino? Y Tomasito se convirtió en Tomás. Y con este nombre creció hasta que los huesos se le formaron y endurecieron y la primera barba de su vida despertó el albor de su juventud para convertirse en el famoso Volvo, porque comía bien y era gordito, fuerte y fortachón, casi como los camiones Volvo de la época. Eran los años 70 y Volvo tenía 18 años.
LA VIDA
Nació el 14 de enero de 1952 en Puno. Fue el menor de cuatro hermanos. Su madre, doña Aurora, lo recuerda como el hijo que toda una vida la acompañó. Su padre, don Ernesto murió en Lima, en una operación de ulceras, justamente el mismo día que asesinaron a John F. Kennedy, el 22 de noviembre de 1963. Volvo tenía 11 años y era el más engreído. La primaria la hizo en el colegio San Juan Bautista, a una cuadra de su casa. La aventura de escaparse del colegio, como la máxima expresión de la palomillada de esos tiempos, fue el pan de cada día. Por eso, para la secundaria fue cambiado a un colegio nacional, la Gran Unidad San Carlos donde no tuvo más remedio que desterrar el engreimiento y enfilar el batallón. Allí, más que los estudios le interesó el básquetbol. Así, al terminar la secundaria, integró el famoso equipo de básquet Los Dolphins que se batía ya no en canchas escolares sino en el coliseo cerrado. A pesar de no ser alto, se dice que la suerte lo acompañaba para hacer canasta desde diversos puntos tirando la pelota desde atrás de la nuca. En la cancha se burlaba de todos, aunque tenía preferencia por los altos, porque a pesar de ello, eran lentos para el juego. Cuando los años pasaron y se convirtió en aquel caminante de seis pies, el recuerdo de su ángel volador lo visitaba de vez en cuando y entonces, los partidos de básquet se recreaban en la plataforma de su dulce mareo y él se veía desde afuera de la cancha, sin árbitro ni uniforme deportivo pero siempre jugando.
A los 21 años se fue a Lima para seguir estudios de computación. Luego, regresó a Puno para estudiar Economía y Agronomía en la Universidad Nacional del Altiplano, aproximadamente a principios de los 80. Con estos estudios, que no llegó a concluir, consiguió un puesto en CORPUNO y en el Ministerio de Agricultura. Sin embargo, con el correr de los años algo pasó en su vida que lo impulsó a dejarlo todo y enrumbar a la libertad apetitosa de su espíritu. ¿Cuál fue la razón? Sólo él podría contestarlo. En CORPUNO apareció una muchacha de apellido Jiménez que quiso casarse con él. Pero Volvo, como marino sin puerto fijo, rechazó la propuesta para cosechar su libertad como dueño de su mundo. Luego, llegó a su vida Elena, una danzarina de Mañazo, con quien tuvo una hija a la que nunca conoció: Paola Elena, nacida el 29 de agosto de 1985. La abuela materna se la llevó porque no le vio ningún futuro positivo con sus padres.
LOS PRIMEROS PASOS… LOS PRIMEROS BAILES
Pero todavía Volvo tenía sobre sus espaldas trece años de vida cuando empezó a bailar en la Diablada Azoguine. Allí crecieron las raíces festivas de su corazón, allí conoció el olor del licor y descubrió también, la fuerza vital que lo llevó en adelante, ya siendo adulto, a desperdigar, inocente e infernal, su gracia y rumor de danza en los sicuris Mañazo. Tanto fue su entusiasmo por el baile que su madre tuvo que ataviarlo con el disfraz de la ilusión. Le compró una pollera y un mantón para que bailara de China diabla, a pesar de que no le agradara mucho la idea de que su hijo bailara en este conjunto. Le disgustaba aquella costumbre de matar a un toro en Huajsapata para luego beber su sangre caliente y darse valor para bailar durante la semana. Era el dulce aperitivo para el delirio. Por eso, Volvo no pudo luchar contra sí y entendió que aquel disfraz de China diabla que utilizaba, era el que expresaba más perfectamente su personalidad. Quizás aquella magia irreverente, lasciva y soñadora siempre estuvo presente en su espíritu niño, joven y adulto, encandilado o no, con el fervor del alcohol. Pero Volvo aún tuvo que completar su traje prestándose de su madre y de sus cuñadas, las pelucas castañas y carteritas de cuero que utilizó como complemento de su traje. Pelucas y carteritas que, por el alboroto propio de la festividad, cada año perdía. Y Mañazo se alzaba con él a las calles puneñas.
Con el correr de los años, cada enero esperaba la llegada de los calzones franceses que un familiar suyo le enviaba. Aquellos con bombachas y rozoncitos que utilizaban las bailarinas del Kan Kan para deslumbrar sus interiores como una tempestad para los espectadores cuando levantaban las piernas. Tempestad que Volvo también supo aprovechar al levantarse las polleras y enseñar los calzones, propio de su personalidad de China diabla. Por eso bailó siempre atrás del conjunto, solo, magistral, jacarero y divino, haciéndose esperar. Bajo su pollera pasaron generales, comandantes y coroneles, prefectos, alcaldes y embusteros, hombres de terno y corbata, mujeres de bocas pintadas y niños llorosos, quienes, seguramente, quedaron mareados con el perfume de aquellos calzones.
Metros más allá iba Chavelita mirándolo con ojo zahorí. Llevaba en una canasta grandes pedazos de chicharrón para darle de cuando en cuando mientras bailaba. “Debe comer y no sólo beber, para que resista la danza”, decía animosa y preocupada como si fuera su propio hijo. Y Volvo con su grandeza de hombre curtido le hacía caso y abría la boca para recibir el pedazo de carne. Chavelita era una cholita apurimeña, menuda y solterona, que se encargaba de cuidar el local de ensayo de los sicuris Mañazo.
Y con la boca pintada, la carterita, las polleras y el mantón, Volvo se convirtió en el mago del arte imposible, con su cabello largo, rizado y teñido de amarillo. ¿Acaso fue el espectro mitológico del exceso y el placer? Sus pasos garbos, altaneros y lisonjeros bebieron de su alma la efervescencia de su dulce embriaguez. El apetito multicolor de un arco iris, lo condujo a buscar la olla de las monedas de la felicidad, en el final del camino, en el final de la calle, entre los aplausos de los espectadores. Y por eso, hasta ahora nadie ha podido imitarlo, porque nadie ha encontrado esa mechita dinamitera salida del corazón que encendía su baile.

Puno
LA FIESTA DE SU VIDA
Acabada la fiesta de febrero, él seguía en la fiesta de su vida y volvía a las andanzas como un caminante borracho de ilusiones y deseos. Otra vez las calles puneñas eran suyas y otra vez las mesas azules de las cantinitas, esas de olor a periódico viejo con almanaques de futbolistas y mujeres desnudas en las paredes, esperaban su llegada. Salía muy temprano, casi de madrugada, a visitar a los amigos, según decía; pero eso sí, sólo después de haber tomado desayuno y de haber perifoliado a Tufo, bañándolo, cepillándole los dientes, echándole talco y perfume para que estuviese arreglado y conversara con las chicas. ¿Acaso no era la más noble expresión de sentirse un anacoreta de pasión universal? Y así, una vez cumplido el ritual, salían al rutilar diario: dueños de la vida, ansiosos por la caminata hasta la mesa azul, para alcanzar, al poco tiempo, las risas y los ladridos propios de la dulce comunión de empinar el codo. Y otra vez: ¡Mañazo!, volvía a gritar.
Otras veces solía ir al cerrito Huajsapata. Allí, delante de la estatua del inca Manco Cápac, Volvo se ubicaba con los compañeros de la botella, en la llamada Silla del Diablo, configurada como tal por el capricho de las rocas. ¿Acaso era un rey que miraba su reinado desde la cima del cerro? Y el licor, mezclado con té o mate, se convertía en el manjar del reinado. ¿Y cuáles serían las conversaciones con Chico Torres, el Loco Montalván, el Pato Gálvez y el Flaco Gallegos?, quienes conservaban día a día, ausentes y juntos, la ensoñación del prurito licorero.
A su regreso, en la noche, invadido por el hambre y la jornada del día, la olla a presión de siete litros y la sartén que alguna vez él mismo se había comprado, lo esperaban listas para las frituras de los churrascos. Y llegaba, entonces, la hora de la gran cena junto a Tufo. Y comían y comían para recuperar el aliento y cerrar los ojos para esperar el día siguiente.
Muchas veces doña Aurora dormía en su dormitorio, para acompañarlo, para no dejarlo solo y para impedir que bebiera. “Ya no tomes”, le decía. Pero el hijo hecho hombre no le hacía caso. “Me gusta y me gusta”, repetía. Y su madre con ojos de ángel aguardaba el momento mágico de la recapacitación. Pobrecito, niño ángel de barba florida y corazón herido.
Otras veces, cuando Volvo por alguna razón no llevaba a Tufo, era el perro quien salía a buscarlo. Con el hocico se hacía abrir la puerta de la casa y con fino olfato canino traía a su amo cogiéndolo del pantalón. Para que esto no ocurriese con frecuencia y, respondiendo a su deseo de prolongar su estadía en las cantinitas, Volvo empezó a darle cerveza a Tufo. Así, el perro se atontaba y adormecía sin poder ya porfiar en llevarlo a casa.
TUFO DESAPARECIDO… LA MUERTE CERCANA
Un día de finales de 1996 Tufo desapareció. Al parecer se lo robaron. Desde entonces la mirada de Volvo dejó de brillar y se guareció en la luz neón. Su tristeza fue en aumento, abandonándose más a la vida bohemia, sin poder retener las lágrimas por la ausencia del animal querido, cómplice y compañero del teatro matinal y nocturno. Al poco tiempo, doña Aurora, viajó a Estados Unidos y Volvo quedó solo, acompañado de su sombra auroral. La pena y la soledad también influyeron en alimentar aquella intensidad de vida.
En la tarde del lunes primero de setiembre de 1997 empezó a correr por la ciudad el rumor de que el Volvo Montesinos había muerto. Horas después se confirmó la noticia. Él mismo no imaginó que aquel día sería el último en que caminara por las calles puneñas en la efervescencia de su libertad. ¿Acaso la tranquilidad le llegaba por fin? ¿Aún le faltaba tiempo para conocer la vida o ya lo había bebido todo de ella? Tenía cuarenta y cinco años y su cuerpo, curtido, esta vez no soportó el atropello de una moto infernal y clandestina.
Se cuenta que estuvo caminando por la avenida Circunvalación, a la altura del jirón Tiahuanaco. Sería las dos de la tarde. Quizás habría dejado la guarida de Huajsapata para enrumbar a otro lugar. En su delirio alcohólico empezó a torear, en media pista, a una moto que pasaba por el lugar, cual ruedo taurino en la imaginación creada. Ésta lo atropelló, pasándole por encima de las costillas. Murió de politraumatismo.
Dos amigos lo llevaron hasta su casa envuelto en una frazada para dar la noticia a la familia. Fue velado en la casa de su hermano Percy, en Chanu Chanu. Asistieron muchos amigos cercanos y lejanos, gente que lo conocía y que no lo conocía y los músicos de Mañazo. Volvo Montesinos había partido al campo blancoceleste del cielo puneño. Al día siguiente, el entierro estuvo colmado de un gran número de personas. Fue enterrado en el Modulo 40, A-1 del cementerio Laykacota. Sin embargo, como en toda escaramuza novelesca, otra versión de su muerte cuenta que se quedó dormido en la calle, afuera de su casa, y que el frío le hizo dar una pulmonía que lo mandó a la muerte.
Su madre, doña Aurora, se encontraba en Estados Unidos. Había viajado en marzo de ese año a Jefferson, cerca de New York, invitada por uno de sus hijos. Tuvieron que pasar aún unos meses para que se enterara del fallecimiento de Volvo. Sólo en noviembre del mismo año, para el día de los difuntos, llegó a Puno para visitarlo en el cementerio. De esta forma, el dolor y la impresión fueron menos fuertes. Se necesitaba de calma y tiempo para poder asimilar la noticia. Se hizo pesar el no haber ido a verlo jugar básquet ni el haberlo visto bailar mucho.
La noche del velorio apareció Paola Elena, la hija de Volvo. La abuela materna dijo que no había querido que su nieta conociera a su padre porque este llevaba una vida “aireada”. Paola tenía doce años y acaso recién entendía quién era su padre: la leyenda de las calles puneñas en los días de fiesta.
La noche de su velorio entre murmullos de media voz, se habló de los amoríos del Volvo con la Brasilera, una morena de ojos verdes llegada del Brasil que se dedicaba a vender salteñas y empanadas en una canasta, caminando por las calles de Puno, con un largo y roído abrigo y faldas coloridas. ¿Cómo se conocieron? Sólo lo saben ellos. Hasta que un día la Brasilera desapareció de las calles y nunca más se le volvió a ver en Puno. Solo doña Aurora recuerda que en el 2003 la visitó una señora del orfanato de Chucuito quien le dijo que conocía al hijo del Volvo con la Brasilera. Había crecido en tal orfanato y al cumplir la mayoría de edad se había ido a Arequipa, quizás donde su madre.
Volvo dejó este mundo para siempre. Las calles de Puno dejaron de oír su voz. Todos quienes lo conocieron y vieron alguna vez agacharon la cabeza para darle el adiós. Los hilos dorados de un títere mágico se habían roto. “¡Salud, Volvo!”, me hubiera gustado decirle alguna vez en alguna cantinita puneña, de mesas azules, mostrador de madera, afiches de mujeres desnudas y con olor a naftalina y periódico viejo.
NOTA: Este texto ha sido escrito gracias a las conversaciones que tuve con doña Aurora Rosado y con Luis Alberto Montesinos Rosado (Lulo), madre y hermano mayor de Volvo, en marzo y abril del 2007. Asimismo, agradezco la información brindada por Humberto Núñez, Yanina de la Riva y su esposo Mario Luna. Hacer mención que en el diario Los Andes, en los primeros días de setiembre de 1997, existen algunas notas de Víctor Loza, Rolando Carreño y el negrito Ernesto Alosilla, sobre el fallecimiento del Volvo Montesinos. Este artículo, en su primera versión, se publicó en Los Andes, el 17 de febrero de 2008.

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